Su recuerdo ha estado tocando la puerta de mi mente de manera particular.
Quizás sea porque ya llegó al fin de su camino, quizás sea porque me recordó igual algún día de estos, o quizás no sea por nada en particular. Pero en honor a su recuerdo les quiero compartir un encuentro que tuve con un personaje llamado Enzo durante el Camino de Santiago.
Una noche en San Antón
Se acercaba la hora cenar. Estábamos en las ruinas del Monasterio de San Antón, cerca de Burgos en España. Yo me había pasado el día leyendo para conocer un poco más sobre el lugar en donde estaba. Solo quedaban partes y piedras de lo que antes había sido un edificio grande y espectacular. Por ahí del siglo X este lugar en donde me encontraba había servido de refugio y albergue para miles de peregrinos, que como yo, se dirigían a Santiago de Compostela.
La gente en ese entonces llegaba al lugar donde me encontraba a dormir y a curarse de enfermedades. La orden de San Antón les recibía y cuidaba como parte de su misión en la vida. Los que no alcanzaban espacio adentro se refugiaban a las afueras del monasterio, sus paredes tenían compuertas especiales para poder dar vino y pan a los que tenían esta suerte.
En la actualidad la dinámica era muy diferente. Solo 12 peregrinos podíamos quedarnos en las camas que algunos valientes se aventuraron a construir hace años atrás. Por ley (no sé cual), no podía haber más.
La comida que habíamos preparado estaba lista y afuera empezó a llover. Fue entonces cuando alguien distinguió a un hombre adentrándose en la que ahora era la puerta del ex-monasterio. Nerviosa la hospitalera encargada del espacio decidió salir a pedirle que saliera. Eramos 12 y solo 12 podían estar.
No se le entendía al hablar, pero los que salieron a hablar con él dijeron que se llamaba Enzo, italiano quizás, peregrino o vagabundo, no sabían decir, solo pedía un techo para pasar la noche sin mojarse.
Pero éramos 12, tenía que salir. No puso problema y así lo hizo. Yo lo miraba de lejos, luego miraba mi vino y mi plato de comida, pensando en cómo le estábamos fallando al recuerdo del monasterio, a los miles de personas que habían dado su vida entera por cuidar del desvalido.
Una mañana cerca de San Nicolas Del Real Camino
Iba caminando solo entre campos de trigo dorado, estaba feliz, habían sido buenos días, los dolores ya se habían vuelto parte de mi, ya no los luchaba, ya casi no los sentía. Pasé una curva y alcancé a ver a un peregrino gordito y feliz caminando por ahí, ya lo había visto antes, era italiano, irreverente y chistoso. Lo alcancé y nos pusimos a platicar, en el camino eso se da muy fácil.
Ya llevábamos un trecho juntos, mi español y su italiano había encontrado ya un punto medio, era fontanero y tenía una alegría por vivir que pocas veces he visto en alguien.
Voltee hacia el frente y ahí lo vi. Un tipo cargando una caja que seguro pesaba más que las mochilas de 4 peregrinos juntos, su pelo blanco y su forma de caminar lo delataron, era Enzo. Me salió un espontáneo “Ciao Enzo!”, volteó, sin saber quién era nos esperó y comenzamos a platicar.
Enzo no tenía varios dientes, su olor y su pinta decían que no se había bañado en un tiempo. Le gustaba hablar, afortunadamente iba con Alberto, traducía de un lado al otro, de otra manera me hubiera sido imposible entender lo que decía. No tanto por el idioma pronunciado con media dentadura, sino por sus ideas.
-¿De dónde vienes Enzo? - le dije
-De Pizza, empecé a caminar desde mi casa, yo no le temo a la muerte - y mientras decía eso se agarró los huevos / cojones - así hay que hacerle cada vez que se hable de la muerte!
-Pizza? Eso está muy lejos?! - dije después de reírme y también agarrarme los cojones.
-Si y cuando llegue a Santiago partiré caminando a Fátima, si dios me deja, llevo ya varios meses caminando, salí con 70 euros y ya he llegado hasta acá… y tu de dónde eres?
-Yo soy Miguel, de México
-....
-Messico!
-Ah! Si pudiera caminar sobre el agua también iría para allá
Yo no sabía si Enzo estaba loco, pero me caía bien. Platicamos un buen tiempo, me tuve que agarrar de los huevos varias veces y me reí montones mientras Enzo me compartía un poco de su filosofía de vida.
“Yo hago el camino por dios, si dios quiere me muero hoy, sino continúo y así continuaré todos los días.” - No sé a qué dios se refería, o si con dios se refería al mundo, pero la verdad es que lo decía con una convicción total.
Aprendí que Enzo no se quedaba nunca en albergues, que se quedaba en donde podía, pero que nunca había pasado frío ni le faltaba comida, siempre encontraba (a través de su diós) refugio, comida y paz.
Era una de esas personas realmente agradecidas con lo que tenía en el momento, no aspiraba a nada, solo a vivir y a conectar.
“Si das amor recibes amor” dijo varias veces gritando hacia el más allá, haciéndonos reír a todos.
Todo sonaba muy bonito, pero poco práctico en la “vida normal” hasta que el buen Enzo me demostró lo contrario.
Algo que no era café en la Alberguería Laganares
Seguíamos caminando Alberto, Enzo y yo, cuando pasamos por un pueblito, eran como las 11 de la mañana. Vi a varios de los amigos que había hecho en el camino sentados afuera de un café/bar y sin pensarlo les dije a mis compañeros que fuéramos a sentarnos con ellos. Era momento de sacarse los zapatos, orear los pies para que no salieran ampollas y tomar café.
Llegamos a la mesa y me vieron extrañados, traía al vagabundo y al italiano raro, pero era el camino, esa extrañeza duró solo segundos, todos nos sentamos abiertos y dispuestos a descansar.
Enzo se paró y entró al bar, asumí que iba a pedir un café. Asumí mal.
Cuando entré Enzo tenía un vino entre las manos. Lo primero que pensé fue “claro, es un vagabundo, es un borracho, está comprando su primer botella del día, ya va a empezar”, mientras pensaba esas tonterías me volteó a ver y me preguntó, “¿cuántos somos?”… “cuatro”… “cinco copas por favor” dijo en su mejor intento de español al mesero. Pagó con su dinero y le ayudé a sacar las copas.
Todos nos vieron extrañados, yo dije un “lo compró Enzo” en un tono tal que llevaba el mensaje al mismo tiempo de “ya sé que es temprano, pero lo compró y nos lo vamos a tomar cabrones”. Y así fue.
Platicamos todos, de cualquier cosa, descansamos, nos vimos a los ojos, convivimos.
Enzo se paraba a recoger el cenicero de la mesa que se desocupara. Sacaba el tabaco restante de las colillas de los cigarros usados “La gente no sabe lo que deja atrás”, me decía, “el truco es ponerle un po´ de vino, así se humedece y dura mucho tiempo”, me compartía mientras se liaba un cigarro en papel de periódico.
En eso, uno de mis amigos españoles que estaban en la mesa desde antes, decidió seguir su camino (no sin antes terminar su vino por supuesto). Sacó un pedazo de pan y chorizo que venía cargando desde antes, ya no lo iba a comer, nos lo ofreció a todos “dáselo a Enzo!” Dijimos, y el italiano chimuelo lo aceptó con la gratitud de alguien que sabe lo que es no comer.
Fuimos quedando menos personas en la mesa. Fue entonces cuando me volteó a ver y me dijo:
“Ves Miguel, si das amor, recibes amor, yo esta mañana no tenía dinero, alguien me dio 4 euros sin pedírselos, con esos 4 euros compré el vino y ahora tengo 4 amigos y comida, ¡ves!”
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Me encontré a Enzo varias veces más en el camino, conocí un poco más sobre su vida, sobre como casi pierde la vida en una construcción, sobre cómo decidió vivir haciendo lo que quería, dándose a la vida, antes que morir haciendo un trabajo que no quería. Sobre su hija, su nieta y sus adicciones. Sobre su alcoholismo y su locura. Nos hicimos amigos.
No me despedí de él, no lo encontré en Santiago. Pero hoy me lo encontré al escribir estas líneas y compartirlas con ustedes.
¡Salud hasta dónde estés amigo Enzo!
mm.